Oct 9, 2006

El deseo infame

De aquellos días recuerdo poco. Apenas unas cuantas escenas despachadas aleatoriamente bajo la intemperie del olvido. Mis recuerdos se confunden con mis lecturas. Bajo parámetros estúpidos, muchas veces me he creído y he asumido actos y desgracias de cada personaje que encontraba en mis autores favoritos. Después, siempre me vence el olvido. Dentro de todos esos escombros se encuentra mi tránsito frenético por una especie de locura temporal infantil. Seriamente, hoy, viejo y con un par de hijos, yo no sé si realmente haya tenido la osadía de haber cometido actos vehementes y desacatos que llevaron a mis padres, en aquella época, deshacerse de mí. Mi locura no duró más que unas cuantas horas. Por eso la recuerdo, por ser sencilla y algo contraria a lo que antes y después de esas horas salvajes, siempre he sido. No recuerdo la hora, menos el lugar exacto. Haciendo un esfuerzo, considero que podría tratarse del patio de la casa de mis abuelos. No estoy seguro. Y no podría ser el departamento rústico, donde vivíamos, porque en ese lugar cabíamos con las justas, mis padres, mis tres hermanos y yo… No comprendo. Cada vez que intento escribir acerca de aquel suceso, tengo la sensación un tanto cruzada: el recuerdo me salta limpio hasta que hurgo alguna parte del mismo. Pareciera que está protegido por una serie de claves que no descifro. La memoria me da unas pistas y luego me entierra todo, todo. No me permite contarle a mi propio presente la verdad de un día del que no tengo la menor idea si sucedió o me lo inventé. Ahora sólo puedo recordar algunas gotas de sangre en mis pantalones. Un momento… se me vuelve a confundir el recuerdo. Procuraré escribir esta malsana reminiscencia. Parece que caminé un poco. Salté, sí salté. Había sangre en mis pantalones. No, no, la sangre todavía no estaba, primero corría, salté y caí sobre un bulto. El bulto aulló muy fuerte. A pesar que es una pueril evocación, sería capaz de volverme sordo en estos momentos. Yo sonreía. No, ¡por Dios! Tengo bajo mi cuerpo a Julián, mi perro. Se ve alegre, así me parece. No puedo recordar más. Mis padres me llevan. Estoy frente a unos sujetos. Ya puedo saber cuántos años tengo. Bordeo los seis. Mi padre me odia con su mirada. Mi madre llora. Hay un espejo. No, otra vez, mi memoria se ha confundido. Hay otra cosa. Ya entiendo. En el espejo puedo ver mi boca teñida de rojo escarlata. No, no, es más oscura. Me doy miedo frente a mi débil imagen. Ahora comprendo. Me comí el corazón de Julián. No recuerdo más. Me siento mal. Alguien está afuera de mi habitación. Es mi hijo. Puedo percibir los aullidos que Julián pegó esa mañana. Sus gritos caninos me atormentan, no me dejan seguir escribiendo, me detienen. Lo descuarticé. No puede ser cierto, yo no pude haber cometido semejante barbaridad. Por qué, por qué tengo este recuerdo, por qué no me acuerdo de algo bello o por lo menos algo tranquilo. Puedo sentir el líquido caliente que navega por mis manos. Pero me veo sosegado. Con serenidad tomé los restos de Julián, que fueron despedazados, no por mí, sino por el cuchillo de mamá. Insiste, mi hijo insiste, está llamado detrás de esa puerta que ahora observo, en tanto escribo. No entiendo por qué ahora mismo, tengo la idéntica sensación de aquel día. Tengo sed. Llaman a la puerta y estoy confundiendo los llamados con ladridos. Tengo más sed. No podré continuar escribiendo esto. Mi sed es más grande. Nada me impedirá esta vez.

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