Jun 15, 2007

ALCOBAS, por Marcel Proust

Valentin Louis Georges Eugène Marcel Proust, conocido como Marcel Proust (París, 1871 – 1922), fue un escritor francés, autor de la serie de siete novelas En busca del tiempo perdido, una de las obras más destacadas e influyentes de la literatura del siglo XX.

Aquí les dejo con un escrito, incluido dentro de un documento electrónico denominado " Ensayos Literarios"


SI A VECES volvía con facilidad mientras dormía a esa edad en donde se tienen miedos y placeres que hoy no existen, la mayoría de las veces me dormía sumido en inconsciencia similar a la de la cama, los sillones y todo el cuarto. Y únicamente me despertaba durante el momento, como una pequeña porción de todo lo que dormía, en que pudiese tomar por un instante conciencia del sueño total y saborearlo, oír los crujidos del enmaderado que no se perciben, más que cuando la habitación duerme, enfocar el caleidoscopio de la oscuridad, y volver muy pronto a sumarme a esa insensibilidad de mi cama sobre la que extendía mis miembros como una viña sobre el emparrado. Durante esos breves despertares yo no era más que lo que serían una manzana o un tarro de confitura que, en la tabla en donde se los coloca, adquiriesen por un instante una vaga conciencia y que, habiendo comprobado que reina la oscuridad en el aparador y que la madera suena, no tuviesen mayor inquietud que la de volver a la deliciosa insensibilidad de otras manzanas y otros tarros de confitura.
Incluso a veces era mi sueño tan profundo, o me había cogido tan de improviso, que perdía la noción del lugar donde me encontraba. Me pregunto en ocasiones si la inmovilidad de las cosas que nos rodean no les ha sido impuesta por nuestra certidumbre de que ellas son esas cosas y no otras. Siempre sucedía que cuando me despertaba sin saber dónde estaba, todo giraba en torno mío en la oscuridad, las cosas, los países, los años.
Mi costado, demasiado entumecido aún para poder moverse, trataba de adivinar su orientación. Todas las que había tenido desde mi infancia venían sucesivamente a su memoria obnubilada, reconstruyendo a su alrededor los lugares en donde me había acostado, esos mismos lugares en los que no había vuelto a pensar desde hacía años, en los que jamás hubiera vuelto acaso a pensar hasta el último momento de mi vida, lugares sin embargo que quizá no hubiera debido olvidar. Mi costado se acordaba de la alcoba, de la puerta, del pasillo, del pensamiento con que uno encuentra el sueño, y con el que vuelve a encontrarse al despertar. La situación de la cama le hacía recordar el lugar del crucifijo, el aliento de alcoba de este dormitorio en casa de mis abuelos, en aquel entonces en que aún había alcobas y padres, un momento para cada cosa, en el que no se quería a los padres porque se les creyese inteligentes, sino porque eran los padres, en el que uno iba a acostarse, no porque lo deseara, sino porque era el momento, y en el que se revelaba la voluntad, la aceptación y todo el ceremonial del dormir ascendiendo por dos peldaños hasta la gran cama que se encerraba entre las cortinas de reps azul con franjas de terciopelo azul estampado, y cuando la medicina antigua, si se estaba enfermo, te dejaba varios días y noches con una mariposa sobre la chimenea de mármol de Siena, sin medicamentos inmorales que permitan levantarse y creer que se puede llevar la vida de un hombre de buena salud cuando se está enfermo, sudando bajo los cobertores gracias a tisanas inocentes que traen consigo las flores y la sabiduría de los prados y las viejas desde hace dos mil años. Mi costado creía yacer en aquella cama, y en seguida había vuelto a encontrar mi pensamiento de entonces, el que nos viene primero a la mente en el instante en que se distiende, ya era hora de que me levantase y de que encendiera la lámpara para aprender una lección antes de ir al colegio, si no quería sufrir un castigo.
Pero otra actitud acudía a la memoria de mi costado; mi cuerpo se volvía para tomarla, la cama había cambiado de dirección, el cuarto de forma: era esta habitación tan alta, tan estrecha, esa habitación en forma de pirámide a donde había venido a acabar mi convalecencia en Dieppe, y a cuya forma le había costado tantos esfuerzos a mi alma habituarse, las dos primeras noches, pues nuestra alma está obligada a llenar y repintar todo nuevo espacio que se le ofrece, a esparcir en ella sus perfumes, a concertar con ella sus resonancias, y hasta que eso no sucede, sé lo que puede sufrirse las primeras noches mientras nuestra alma está sola y debe aceptar el color del sillón, el tic-tac del péndulo, el olor del cubrepiés, e intentar sin conseguirlo, distendiéndose, estirándose y encogiéndose, captar la forma de una habitación en forma de pirámide. Pero si estoy en esta habitación y convaleciente, ¡mamá está acostada junto a mí! No oigo el ruido de su respiración, ni tampoco el ruido del mar... Pero mi cuerpo ha evocado ya otra postura: no está acostado sino sentado. ¿En dónde? En un sillón de mimbre en el jardín de Auteuil. No, hace demasiado calor: en el salón del club de juego de Evian, en donde habrán apagado las luces sin darse cuenta de que me había dormido... Pero las paredes se acercan, mi sillón da media vuelta y se adosa a la ventana. Estoy en mi cuarto de la quinta de Réveillon. He subido, como de costumbre, a descansar antes de la cena; me habré dormido en mi sillón; quizás haya terminado la cena.
NADIE se habría molestado por eso. Ya han transcurrido muchos años desde la época en que vivía con mis abuelos. En Réveillon no se cenaba hasta las nueve, al volver del paseo, que se iniciaba aproximadamente en el momento en que yo volvía antaño de paseos más largos. Otro placer más misterioso ha sucedido al placer de volver a la quinta cuando se destacaba contra el cielo rojo, que volvía también roja el agua de los estanques, y de leer una hora a la luz de la lámpara antes de cenar a las siete. Partíamos al caer la noche, atravesábamos la calle principal del pueblo; acá y allá una tienda iluminada desde el interior como un acuario y llena de la luz untuosa y pajiza de la lámpara, nos mostraba a través de sus vidrieras personajes prolongados por grandes sombras que se trasladaban con lentitud dentro del licor de oro, y que, ignorando que las mirábamos, ponían toda su atención en representar para nosotros las escenas luminosas y secretas de su vida corriente y fantástica.
Luego llegaba yo a los campos; en una mitad se había extinguido el ocaso, en la otra la luna brillaba ya. El claro de luna las llenaba al punto por entero. No encontrábamos más que el triángulo irregular, azulado y móvil de los corderos que volvían. Avanzaba yo como una barca que navega en solitario. En ese momento, seguido de mi estela de sombra, había cruzado, y luego dejado tras de mí, un espacio encantado. A veces me acompañaba la señora de la quinta. Pronto dejábamos atrás campos cuyos límites no alcanzaban mis más largos paseos de antes, mis paseos de la tarde; dejamos atrás aquella iglesia, aquel castillo del que nunca había conocido más que el nombre, que me parecía que no podía hallarse como no fuera en un plano del Sueño. El terreno cambiaba de aspecto, había que subir, bajar, escalar collados, y en ocasiones, al descender al misterio de un valle profundo, tapizado por el claro de luna, nos deteníamos un instante, mi compañera y yo, antes de descender a aquel cáliz opalino. La dama indiferente decía una de aquellas palabras por las que me veía de repente situado sin yo saberlo en su vida, en la que yo no habría creído que hubiera entrado para siempre, y de donde en la mañana del día en que abandonaba el castillo ya me hubiera hecho salir.
De esta forma, mi costado dispone a su alrededor alcoba tras alcoba, las de invierno, cuando se desea estar aislado del exterior, cuando se mantiene el fuego encendido toda la noche, o se conserva sobre los hombros una capa oscura y ahumada de aire caliente, atravesada por resplandores, las de verano cuando se desea estar unido a la dulzura de la naturaleza, cuando se duerme, una habitación en donde dormía yo en Bruselas y cuya forma era tan alegre, tan amplia y sin embargo tan cerrada, que se sentía uno oculto como si estuviera en un nido y libre como en todo un mundo.
Esta evocación no ha durado más que unos segundos. Todavía un instante me siento en una cama estrecha entre otras camas de la alcoba. Todavía no ha sonado el despertador y habrá que levantarse de prisa para tener tiempo de ir a beber un vaso de café con leche en la cantina antes de salir al campo, en marcha, con la música en la mente.
La noche se acababa mientras que por mi recuerdo desfilaban con lentitud las diversas alcobas entre las que mi cuerpo, dudando del lugar en que se había despertado, había vacilado antes de que mi memoria le permitiera asegurar que estaba en mi cuarto actual. Lo había reconstruido por entero e inmediatamente, pero a partir de su propia posición tan incierta había calculado mal la posición del conjunto. Había comprobado que a mi alrededor estaban aquí la cómoda, la chimenea allí y más lejos la ventana. De pronto vi, por encima del lugar que había asignado a la cómoda la luz del sol que había salido.