Apr 27, 2007

Una vida por la literatura.


[Estraído de "La Opinión de Málaga"] Mario Vargas Llosa afirmó en su discurso de investidura como doctor Honoris Causa por la UMA que sus años de infancia despertaron su vocación de "escribidor de historias"
ALEJANDRA GUILLÉN. MÁLAGA.Una pasión por la vida y por la literatura. El escritor peruano Mario Vargas Llosa protagonizó ayer una clase magistral sobre los motivos y el entorno en que fraguó sus primeras aproximaciones a la lectura y al oficio de escritor. El novelista desgranó en el discurso de investidura como doctor Honoris Causa por la Universidad de Málaga su trayectoria vital y los primeros tanteos en el mundo de la literatura que despertaron en él la vocación de "escribidor de historias". El ambiente familiar de su niñez en la calle Ladislao Cabrera, en Cochabamba (Bolivia), fue decisivo para el nacimiento de sus obras. Ocurrió en los primeros diez años de su vida cuando comenzó a conjugar la intensidad de la infancia con el "vicio" de explorar infinitas aventuras literarias. "Todo escritor es, antes de serlo, un lector, y ser escritor es también una manera de distinta de seguir leyendo. Yo descubrí esa entrañable relación entre lectura y escritura en esos mismos años, pues las primeras cosas que escribí, o mejor dicho garabateé, fueron enmiendas o prolongaciones a esas aventuras que leía y que me apenaba que se terminaran", aseguró el homenajeado en el solemne acto en el Paraninfo, que estuvo presidido por la rectora de la UMA, Adelaida de la Calle. Y es que el laureado escritor afirmó que todo lo que inventó como escritor, "tiene unas raíces en lo vivido", aunque lo que ha leído ha tenido también una influencia decisiva en la gestación de todas sus historias. "No me incomoda nada, todo lo contrario, reconocer que en mis vocaciones y en mis ficciones hay un flagrante parasitismo literario", agregó. Pero también dio un toque de atención sobre el peligro de la influencia, "una palabra peligrosa y, aplicada a menesteres literarios, contradictoria". "Hay influencias que ahogan la originalidad, y otras que permiten a un escritor descubrir su propia voz. Apoderarse de los tics, hábitos de estilo, de los temas, del maestro puede ser castrador para el discípulo cuya obra parecerá, entonces, un eco, cuando no una caricatura de su modelo", matizó el autor de `La fiesta del chivo´. Inmensamente agradecido y emocionado como pocas veces en su vida por la `laudatio´ pronunciada sobre su persona, que fue glosada por la profesora de literatura hispanoamericana y madrina de la investidura, Guadalupe Fernández Ariza, el autor de `La ciudad y los perros´ apuntó que fue la suya la última generación de niños lectores, para los que la necesidad de una vida ficticia se aplacaba sobre todo con la lectura. "Las generaciones que vinieron después saciarían esta sed cada vez menos con palabras y cada vez más con imágenes, primero las de las historietas, luego las del cine y por fin las de la televisión". Alegría. Por ello, el Premio Cervantes declaró su alegría por haber nacido a tiempo para que las circunstancias hicieran de él "un vicioso de la lectura, vicio no impune, como dijo Valéry, porque él se paga carísimo, en verdad, en insatisfacción y recelo contra la vida tal como es". Para el autor, la lectura fue un "milagro" que revolucionó su vida. "De lo único que estoy absolutamente cierto es de que en esos primeros años de infancia despertaron en mí una vocación que iría determinando mi manera de vivir y sometiéndome a su dichosa servidumbre".

Apr 25, 2007

Cortázar: La casa tomada


Tómese un tiempecito para leer esta "pequeña" narración... La casa Tomada, la que hemos extraído de Antología de Literatura Fantástica, de Borges-Bioy-Ocampo.
Cortázar, como siempre. Enjoy!




Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nues­tros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura, pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato al­morzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llega­mos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, y a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuera demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene porque yo no tengo importancia. Me pre­gunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro pero cuando un pulóver está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lilas. Estaban con naftalina, apiladas, como en una mercería; yo no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormi­torios y el living central al cual comunicaban los dor­mitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living, tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada, avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande, si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse, Irene y yo vivíamos siempre en esa parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé, da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de sillas sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo, felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado, y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate, le dije a Irene:
—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
—¿Estás seguro?
Asentí.
—Entonces —dijo recogiendo las agujas—, tendre­mos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas car­petas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
—No está aquí.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza de la casa se simplificó tanto que aun levantándonos tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el al­muerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultó molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene, que era más cómodo. A veces Irene decía:
—Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz, yo me desvelaba enseguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o de papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Fuera de eso, todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pasábamos más despacio para no molestarlos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en se­guida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina: tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
—Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
—¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pre­gunté inútilmente.
—No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

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** En la Fotografía, escaneada de un periódico viejísimo, están Cortázar, la esposa de Allende y García´Márquez, por París.

* JULIO CORTÁZAR, escritor argentino, nacido en Bruselas. Autor de Los reyes (1949); Bestiario (1951); Final del juego (1956); Las armas secretas (1959); Los premios (1960); Historias de cronopios y de famas (1962); Rayuela (1963).