Jul 3, 2007

Diario de la Guerra del Cerdo


Les dejo con un capítulo de esta obra de Adolfo Bioy Casares. Enjoy!!!

Diario de la Guerra del Cerdo
[...]

XVIII

LOS amigos, reunidos en el comedor de la casa de Néstor, alrededor de una estufa de querosén, conversaban animadamente y fumaban. Sobre la estufa había una cacerola con agua y hojas de eucaliptos. El reloj de la pared seguía detenido en las doce. Jimi leía en voz alta un diario. Todos callaron para recibir a los que llegaban. Alguien sacudió la cabeza y Rey preguntó melancólicamente:

—¿Qué me dices?

Vidal notó que Arévalo tenía un traje nuevo. Reflexionó: “Sin caspa. Acicalado. Voy a comentar esto con Jimi. Es un misterio”. Se acordó de Néstor y preguntó:

—¿Cómo fue?

—Todavía no disponemos de elementos de juicio —respondió con empaque Rey.

—Ese charlatán de hijo no debió prestarse —afirmó Jimi.

—¿Qué dicen? —preguntó Dante.

—Sois testigos de que yo hice cuánto pude por disuadirle —declaró Rey—. Le llamé suicida. Arévalo observó:

—El pobre creía que si iba con el hijo no le pasaba nada.

—Yo le llamé suicida —repitió Rey.

—Pobre muchacho —comentó Vidal—. ¡Qué cargo de conciencia!

—No creo que le quite el sueño —opinó Jimi.

—¿De quién hablan? —preguntó Dante.

Rey contestó:

—Yo le llamé suicida.

Entró un señor calvo, plácido, voluminoso, de manos enormes, brillosas y aparentemente secas, de voz débil, suave. Explicaron que era un pariente de Néstor o de doña Regina.

Cuando nombraron a la señora, Vidal preguntó:

—¿Dónde está?

Rey contestó majestuosamente:

—En sus aposentos.

—¿Puedo saludarla? —preguntó Vidal.

—La vecina la está acompañando—dijo Dante.

Vidal insistió:

—¿Puedo saludarla?

—Dejala —aconsejó Jimi, con impaciencia—. Total nunca la viste.

—¿Qué leías? —preguntó Vidal.

Llegaron dos muchachos. Uno, en pleno desarrollo, estrecho, con la cara cubierta de granos. El otro, de escasa estatura, de cabeza muy redonda y ojos protuberantes que parecían mirar desde abajo, con mal reprimida curiosidad. Los muchachos saludaron de lejos, con nerviosos movimientos de cabeza, y se sentaron en el otro extremo del salón. “En el extremo frío” pensó Vidal. “Por suerte los viejos nos adueñamos del calentador. El olor combinado de eucalipto y querosén es olor a resfrío”. Se acordó de Néstor.

—¿Ves? —Jimi señaló a los jóvenes—. Esos tipos no me gustan.

—¿Qué leías?

—En Ultima Hora, el recuadro sobre La guerra al cerdo.

¿La guerra al cerdo? —repitió Vidal.

—Yo pregunto —dijo Arévalo— ¿por qué al cerdo?

Ese al me parece incorrecto —opinó Rey.

—No, hombre —protestó Arévalo—. Pregunto por qué ponen cerdo. Este pueblo no es consecuente en nada, ni siquiera en el uso de las palabras. Siempre dijimos chancho.

Basta el capricho de un periodista y todo el país hablará de la guerra al cerdo —señaló Rey.

—No creas —advirtió Dante—. Crítica la llama Cacería de búhos.

El búho me parece mejor. Es el símbolo de la filosofía —declaró Arévalo.

—Pero confiesen —dijo Jimi, señalando a Arévalo y a Rey— que ustedes dos prefieren que los llamen chanchos.

Se rieron. Apareció la vecina, con una bandeja y tacitas de café. Los reprendió:

—Compostura, señores. Olvidan que hay un difunto en la casa.

—¿Ya lo trajeron? —preguntó Vidal.

—Todavía no, pero es lo mismo —contestó la mujer—. ¿Gusta?

—Qué barbaridad —dijo Dante—. Lo trajeron y nosotros como si nada. Mientras revolvía el café, Vidal preguntó a Jimi:

—Bueno, pero, ¿por qué búhos o chanchos?

—Vaya uno a saber.

—¿De dónde sacaron la idea? Dicen que los viejos —explicó Arévalo— son egoístas, materialistas, voraces, roñosos. Unos verdaderos chanchos.

—Tienen bastante razón —apuntó Jimi.

Dante le previno:

—Vamos a ver qué pensás cuando te agarren.

—Salí de ahí —contestó Jimi—. Yo no soy viejo. Todos me aseguran que estoy en la flor de la edad.

—Eso también me lo dicen a mí — aseguró Rey.

—Yo estoy cansado de oírlo — dijo Dante.

—No es igual — protestó, irritado, Jimi.

—Por algo los esquimales o lapones llevan a los viejos al campo para que se mueran de frío —dijo Arévalo—. Solamente con argumentos sentimentales puede uno defender a los viejos: lo que hicieron por nosotros, ellos tienen también un corazón y sufren, etcétera.

Jimi, que de nuevo se divertía, observó:

—Menos mal que los jóvenes no lo saben, sino pobres de nosotros. Yo creo que ni siquiera los activistas de los comités de la juventud...

—Lo grave —dijo el señor de las manos enormes— es que no necesitan buenas razones. Con las que tienen, se arreglan.

Entró un hombre delgado y pequeño, de cara en punta, como empuñadura de bastón. Preguntó:

—¿Ustedes saben cómo fue?

—Les doy mi opinión —anunció Arévalo—. Detrás de esta guerra contra los viejos no hay más que argumentos sentimentales en favor de la juventud.

—¿Ustedes saben cómo fue? —repitió el recién llegado—. Parece que lo tiraron al suelo y lo pisotearon subiendo y bajando la tribuna.

—Pobre Néstor, pisoteado por esas bestias —dijo Vidal. Desde el otro extremo del salón, el muchacho alto anunció:

—Ahí llegan.

—Pues yo me voy a cuidar los intereses —declaró Eladio—. Que estemos o que no estemos, al pobre Néstor ya no le afecta, Rey avisó a los amigos:

—Me debéis unos pesos. Encargué una corona, en nombre de todos.

—O es de oro macizo o te robaron —aseguró Dante, al pagar.

—¿No te decía, Isidro —preguntó Jimi, guiñando un ojo —que están caras las coronas?
[...]