May 31, 2007

Miguel de Unamuno Escribe...

Miguel de Unamuno escribe…




Cómo se hace una novela



[…]
¡La Campana de Fuenterrabía! Cuando la oigo se me remejen las entrañas. Y así, como en Fuenteventura y en París me di a hacer sonetos, aquí en Hendaya, me ha dado, sobre todo, por hacer romances. Y uno de ellos a la campana de Fuenterrabía, a Fuenterrabía misma campana, que dice:
Si no has de volverme a España,
Dios de la única bondad,
si no has de acostarme en ella,
¡hágase tu voluntad!
Como en el cielo en la tierra
En la montaña y la mar,
Fuenterrabía
soñada, tu campana oigo sonar.
Es el llamado de Jaizquibel,
-sobre él pasa el huracán entraña de mi honda España,
te siento en mi palpitar.
Espejo del Bidasoa
Que vas a perderte al mar
¡Qué de ensueños te me llevas!
A Dios van a reposar.
Campana Fuenterrabía,
lengua de la eternidad,
me traes la voz redentora
de Dios, la única bondad.
¡Hazme, Señor, tu campana,
campana de tu verdad,
y la guerra de este siglo
me dé en tierra eterna paz!
Volvamos al relato.
En estas circunstancias y en tal estado de ánimo me dio la ocurrencia, hace ya algunos meses, después de haber leído la terrible Piel de zapa, de Balzac, cuyo argumento conocía y que devoré con angustia creciente, aquí en París y en el destierro, de ponerme en una novela que vendría a ser una autobiografía. Pero ¿no son acaso autobiografías todas las novelas que se eternizan y duran eternizando y haciendo durar a sus autores y a sus antagonistas? En estos días de mediados de julio de 1925 -ayer fue el 14 de julio- he leído las eternas cartas de amor que aquel otro proscrito que fue José Mazzini escribió a Judit Sidoli. Un proscrito italiano, Alcestes de Ambris, me las ha prestado; no sabe bien el servicio que con ello me ha rendido. En una de esas cartas, de octubre de 1834, Mazzini, respondiendo a su Judit que le pedía que escribiese una novela, le decía: "Me es imposible escribirla. Sabes muy bien que no podría separarme de ti y ponerme en un cuadro sin que se revelara mi amor... Y desde el momento en que pongo mi amor cerca de ti, la novela desaparece". Yo también he puesto a mi Concha, a la madre de mis hijos, que es el símbolo vivo de mi España, de mis ensueños y de mi porvenir, porque es en esos hijos en quienes he de eternizarme, yo también la he puesto expresamente en uno de mis últimos sonetos y tácitamente en todos. Y me he puesto en ellos. Y además, los repito, ¿no son, en rigor, todas las novelas que nacen vivas, autobiográficas y no es por esto por lo que se eternizan? Y que no choque mi expresión de nacer vivas, porque

a) se nace vivo,
b) se nace y se muere muerto,
c) se nace vivo para morir muerto.

[…]

[Fragmento de Cómo se hace una novela]

May 30, 2007

Un retazo sobre la literatura japonesa




Octavio Paz aborda un tema sumamente interesante dentro del ámbito literario y lógicamente cultural, en donde podemos tener, gracias a su aporte, una idea más amplia (si es que antes la teníamos, lo que consecuentemente es muy dudoso) de lo que conocíamos de la literatura japonesa, sus aportes al mundo de la literatura y sus influencias recogidas adrede para consolidarse y superarse, creando incluso algunos parámetros que Octavio Paz considera iguales y a la vez lejanos al mundo que nos rodea. A continuación, les dejo un par de fragmentos iniciales, con los cuales intentaré que busquen en la red el ensayo escrito por el mexicano Premio Nobel de 1990, y que probablemente lo realizó gracias a su cargo como diplomático.

Tres momentos de la literatura japonesa (Fragmento)
Octavio Paz

Es un lugar común decir que la primera impresión que produce cualquier contacto –aun el más distraído y casual– con la cultura del Japón es la extrañeza. Sólo que, contra lo que se piensa generalmente, este sentimiento no proviene tanto del sentirnos frente a un mundo distinto como del darnos cuenta de que estamos ante un universo autosuficiente y cerrado sobre sí mismo. Organismo al que nada le falta, como esas plantas del desierto que secretan sus propios alimentos, el Japón vive de su propia substancia. Pocos pueblos han creado un estilo de vida tan inconfundible. Y sin embargo, muchas de las instituciones japonesas son de origen extranjero. La moral y la filosofía política de Confucio, la mística de Chuang-tsé, la etiqueta y la caligrafía, la poesía de Po Chü-i y el Libro de la piedad filial, la arquitectura, la escultura y la pintura de los Tang y los Sung modelaron durante siglos a los japoneses. Gracias a esta influencia china, Japón conoció las especulaciones de Nagarjuna y otros grandes metafísicos del budismo Mahayana y las técnicas de meditación de los hindúes.
La importancia y el número de elementos chinos –o previamente pasados por el cedazo de China– no impiden sino subrayan el carácter único y singular de la cultura japonesa. Varias razones explican esta aparente anomalía. En primer término, la absorción fue muy lenta: se inicia en los primeros siglos de la era cristiana y no termina sino hasta entrada la época moderna. En segundo lugar, no se trata de una influencia sufrida sino libremente elegida. Los chinos ni llevaron su cultura al Japón; tampoco, excepto durante las abortadas invasiones mongólicas, quisieron imponerla por la fuerza: los mismos japoneses enviaron embajadores y estudiantes, monjes y mercaderes a Corea y a China para que estudiasen y comprasen libros y obras de arte o para que contratasen artesanos, maestros y filósofos. Así, la influencia exterior jamás puso en peligro el estilo de vida nacional. Y cada vez que se presentó un conflicto entre lo propio y lo ajeno se encontró una solución feliz como en el caso del budismo, que pudo convivir con el culto nativo. La admiración que siempre profesaron los japoneses a la cultura china, no los llevó a la imitación suicida ni a desnaturalizar sus propias inclinaciones. La única excepción fue, y sigue siendo, la escritura. Nada más ajeno a la índole de la lengua japonesa que el sistema ideográfico de los chinos; y aún en esto se encontró un método que combina la escritura fonética con la ideográfica y que, acaso, hace innecesaria esa reforma que predican muchos extranjeros con más apresuramiento que buen sentido.
La literatura es el ejemplo más alto de la naturalidad con que los elementos propios lograron triunfar de los modelos ajenos. La poesía, el teatro y la novela son creaciones realmente japonesas. A pesar de la influencia de los clásicos chinos, la poesía nunca perdió, ni en los momentos de mayor postración, sus características: brevedad, claridad del dibujo, mágica condensación. Puede decirse lo mismo del teatro y la novela. En cambio, la especulación filosófica, el pensamiento puro, el poema largo y la historia no parecen ser géneros propicios al genio japonés.
A principios del siglo V se introduce oficialmente la escritura sínica; un poco después, en 760, aparece la primera antología japonesa, el Manyoshu o Colección de las diez mil hojas. Se trata de una obra de rara perfección, de la que están ausentes los titubeos de una lengua que se busca. La poesía japonesa se inicia con un fruto de madurez; para encontrar acentos más espontáneos y populares habrá que esperar hasta Basho. A finales del siglo VIII la corte Imperial se traslada de Nara a Heian-Kio (la actual Kioto). Como la antigua capital, la nueva fue trazada conforme al modelo de la dinastía china entonces reinante. En la primera parte de este período se acentúa la influencia china pero desde principios del siglo X el arte y la literatura producen algunas de sus obras clásicas. Se trata de una época de excepcional brillo, sobre la que tenemos dos documentos extraordinarios: un diario y una novela. Ambos son obras de dos damas de la corte: las señoras Murasaki Shikibu y Sei
Shonagon.
Nada más alejado de nuestro mundo que el que rodeó a estas dos mujeres excepcionales. Dominada por una familia de hábiles políticos y administradores (los Fujiwara), aquella sociedad era un mundo cerrado. La corte constituía por sí misma un universo autónomo, en el que predominaban como supremos los valores estéticos y, sobre todo, los literarios. "Nunca entre gentes de exquisita cultura y despierta inteligencia tuvieron tan poca importancia los problemas intelectuales" (1). Y hay que agregar: los morales y religiosos. La vida era un espectáculo, una ceremonia, un ballet animado y gracioso. Cierto, la religión –mejor dicho: las funciones religiosas – ocupaban buena parte del tiempo de señoras y señores. Pero Sei Shonagon nos revela con naturalidad cuál era el estado de espíritu con que se asistía a los servicios budistas: "El lector de las Escrituras debe ser guapo, aunque sea sólo para que su belleza, por el placer que experimentamos al verla, mantenga viva nuestra tradición. De lo contrario, una empieza a distraerse y a pensar en otras cosas. Así, la fealdad del lector se convierte en ocasión de nuestro pecado". En realidad, la verdadera religión era la poesía y, aun, la caligrafía. Los señores se enamoraban de las damas por la elegancia de su escritura tanto como por su ingenio para versificar. El buen tono lo presidía todo: amores y ceremonias, sentimientos y actos. Sería vano juzgar con severidad esta concepción estética de la vida. Los artistas modernos sienten cierta repulsión por el "buen gusto", pero esta repugnancia no se justifica del todo. Nuestro "buen gusto" es el de una sociedad de advenedizos que se han apropiado de valores y formas que no les corresponden. El de la sociedad heiana estaba hecho de gracia natural y de espontánea distinción.

[…]

La Historia de Genji[1] no sólo es una de las más antiguas novelas del mundo, sino que, además, ha sido comparada a los grandes clásicos occidentales: Cervantes, Balzac, Jane Austen, Boccacio. En realidad, según se ha dicho varias veces, la Historia de Genji recuerda, y no sólo por su extensión y por la sociedad aristocrática que pinta, a la obra de Proust. En un pasaje Murasaki pone en boca de uno de los personajes sus ideas sobre la novela: "Este arte no consiste únicamente en narrar las aventuras de gentes ajenas al autor. Al contrario, su propia experiencia de los hombres y de las cosas, buena o mala –y no sólo lo que a él mismo le ha ocurrido sino los sucesos que ha presenciado o que le han contado–, despierta en su ser una emoción tan profunda y poderosa que lo obliga a escribir. Una y otra vez algo de su propia vida, o de la de su contorno, le parece de tal importancia que no se resigna a dejarlo hundirse en el olvido". El arte, nos dice Murasaki, es un acto personal contra el olvido; la lucha contra la muerte, raíz de todo gran arte, lleva al novelista a escribir. […]

Puede leer el extracto del primer capítulo "La historia de Genji". Traducción de Jordi Fibla (Ediciones Atalanta)
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[1] El Genji Monogatari o La novela de Genji (también La historia de Genji, El relato de Genji o El romance de Genji, según la traducción), de Murasaki Shikibu, es la novela de referencia de la literatura nipona. Es una de la primeras novelas, en sentido estricto, de la historia de la literatura. Escrita a principios del siglo XI, se anticipa nada menos que seis siglos a las obras de Shakespeare o Cervantes, autores con quien, sin duda, está a la par. La novela es una excelsa narración dividida en libros o capítulos que, según la opinión de irrefutables especialistas, es la pionera de las novelas psicológicas. Plena de sensualidad y erotismo, La novela de Genji nos sumerge en las aventuras cortesanas y amorosas de Genji, el príncipe resplandeciente, y las de sus descendients. El elegante Japón imperial Heian-Kyo sirve de marco para esta relato que abarca varias generaciones y que sumerge al lector en un orbe apasionante. [Nota del Mixionario]

May 29, 2007

Hesse: De Catecismos, fascismos, comunismos y otros...



El siguiente es un fragmento de una carta escrita por el Premio Nobel de literatura de 1946, Hermann Hesse (Alemania 1877 - 1962) que lo encontré en un documento titulado “Hermann Hesse, escritos sobre Literatura”, traducido por Genoveva y Anton Dieterich.
Fragmentos de cartas
Todas mis obras han surgido sin intenciones, sin tendencias. Pero si busco a posteriori en ellas una idea común, la encuentro evidentemente: desde «Camenzind» hasta «Der Steppenwolf» («El lobo estepario») y «Josef Knecht» pueden interpretarse todas como una defensa (a ratos también como un grito de socorro) de la persona, del individuo. El ser humano singular, único con sus herencias y posibilidades, sus cualidades e inclinaciones, es un ser frágil y delicado, que puede necesitar un defensor. Y del mismo modo que todas las grandes fuerzas están en contra suya —el Estado, la escuela, las Iglesias, las colectividades de todo tipo, los patriotas, los ortodoxos y católicos de todos los campos, sin olvidar los comunistas o fascistas—, yo, y mis libros, hemos tenido siempre a todas estas fuerzas en contra y hemos sufrido sus métodos de lucha, los correctos y los brutales y ruines. He podido constatar mil veces lo amenazado, indefenso y perseguido que está en el mundo el individuo, el independiente, y la necesidad que tiene de protección, aliento y amor. Pero al mismo tiempo he comprendido, a través de mis experiencias, que en todos los campos y en todas las comunidades, desde las cristianas hasta las comunistas y fascistas, existen muchos que a pesar de las ventajas y comodidades, no se conforman con integrarse y sufren bajo la ortodoxia. Y así, se enfrentan al rechazo y a los ataques masivos de las colectividades miles de preguntas y confesiones más o menos desconcertadas de individuos a los que mis libros (y naturalmente no sólo los míos) dan algo de calor, alivio y consuelo. Pero los individuos no siempre se sienten fortalecidos y animados, sino a menudo seducidos y confundidos, porque están acostumbrados al lenguaje de las Iglesias y losEstados, al lenguaje de las ortodoxias, de los catecismos, de los programas, a un lenguaje que no conoce la duda y que no espera ni tolera otra respuesta que la de la fe y la obediencia. Hay entre mis lectores muchos jóvenes que tras un breve entusiasmo por «Demian», por «Steppenwolf» o «Goldmund», desean volver a su catecismo o a su Marx, Lenin o Hitler. Y luego están aquellos que tras leer esos mismos libros creen que deben sustraerse a todas las afinidades y ataduras, y al hacerlo se apoyan en mí. Pero confío que habrá también otros muchos que asimilarán de nuestras obras lo que les permita su naturaleza, que aceptarán a un autor como yo, como a un defensor del individuo, del alma y de la conciencia, sin someterse a él como a un catecismo, una ortodoxia, una orden de marcha, y sin tirar por la borda los altos valores de la comunidad y de la convivencia. Porque esos lectores comprenden que no me interesa ni romper los órdenes y los lazos, sin los que es imposible una convivencia humana, ni la exaltación del individuo, sino una vida, en la que reinen amor, belleza y orden, una convivencia en la que el hombre no se convierta en un animal de rebaño, sino que pueda conservar la dignidad, la belleza y tragedia del carácter único de su vida. No dudo de que a veces me he equivocado y he cometido errores, que a veces he sido demasiado apasionado y habré desconcertado y puesto en peligro con mis palabras a algún lector joven. Pero si Usted contempla las fuerzas que en el mundo actual se oponen a que el individuo evolucione hacia la personalidad, hacia el ser total, si contempla al ser humano carente de fantasía, poco sensible, totalmente adaptado, obediente, integrado, que es el ideal de las grandes colectividades y sobre todo del Estado, no le resultará difícil tener comprensión y tolerancia con los ademanes combativos del pequeño Don Quijote contra los molinos de viento. La lucha parece inútil y absurda. A muchos hace reír. Y sin embargo, hay que luchar, y Don Quijote no tiene menos razón que los molinos de viento.(Carta, 1954).

May 2, 2007

Jorge Luis Borges: El Libro (I).



Esta lectura la pueden encontrar en Jorge Luis Borges, Obra Crítica, Volumen 1.




*EL LIBRO (I)[1]



De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación.
En César y Cleopatra de Shaw, cuando se habla de la biblioteca de Alejandría se dice que es la memoria de la humanidad. Eso es el libro y es algo más también, la imaginación. Porque, ¿qué es nuestro pasado sino una serie de sueños? ¿Qué diferencia puede haber entre recordar sueños y recordar el pasado? Esa es la función que realiza el libro.
Yo he pensado, alguna vez, escribir una historia del libro. No desde el punto de vista físico. No me interesan los libros físicamente (sobre todo los libros de los bibliófilos, que suelen ser desmesurados), sino las diversas valoraciones que el libro ha recibido. He sido anticipado por Spengler, en su Decadencia de Occidente, donde hay páginas preciosas sobre el libro. Con alguna observación personal, pienso atenerme a lo que dice Spengler.
Los antiguos no profesaban nuestro culto del libro ‑cosa que me sorprende; veían en el libro un sucedáneo de la palabra oral. Aqella frase que se cita siempre: Scripta maner verba volat, no significa que la palabra oral sea efímera, sino que la palabra escrita es algo duradero y muerto. En cambio, la palabra oral tiene algo de alado, de liviano; alado y sagrado, como dijo Platón. Todos los grandes maestros de la humanidad han sido, curiosamente, maestros orales.
Tomaremos el primer caso: Pitágoras. Sabemos que Pitágoras no escribió deliberadamente. No escribió porque no quiso atarse a una palabra escrita. Sintió, sin duda, aquello de que la letra mata y el espíritu vivifica, que vendría después en la Biblia. El debió sentir eso, no quiso atarse a una palabra escrita; por eso Aristóteles no habla nunca de Pitágoras, sino de los pitagóricos. Nos dice, por ejemplo, que los pitagóricos profesaban la creencia, el dogma, del eterno retorno, que muy tardíamente descubriría Nietzsche. Es decir, la idea del tiempo cíclico, que fue refutada por San Agustín en La ciudad de Dios. San Agustín dice con una hermosa metáfora que la cruz de Cristo nos salva del laberinto circular de los estoicos. La idea de un tiempo cíclico fue rozada también por Hume, por Blanqui... y por tantos otros.
Pitágoras no escribió voluntariamente, quería que su pensamiento viviese más allá de su muerte corporal, en la mente de sus discípulos. Aquí vino aquello de (yo no sé griego, trataré de decirlo en latín) Magister dixit (el maestro lo ha dicho). Esto no significa que estuvieran atados porque el maestro lo había dicho; por el contrario, afirma la libertad de seguir pensando el pensamiento inicial del maestro.
No sabemos si inició la doctrina del tiempo cíclico, pero sí sabemos que sus discípulos la profesaban. Pitágoras muere corporalmente y ellos, por una suerte de transmigración ‑esto le hubiera gustado a Pitágoras‑ siguen pensando y repensando su pensamiento, y cuando se les reprocha el decir algo nuevo, se refugian en aquella fórmula: el maestro lo ha dicho (Magister dixit).
Pero tenemos otros ejemplos. Tenemos el alto ejemplo de Platón, cuando dice que los libros son como efigies (puede haber estado pensando en esculturas o en cuadros), que uno cree que están vivas, pero si se les pregunta algo no contestan. Entonces, para corregir esa mudez de los libros, inventa el diálogo platónico. Es decir, Platón se multiplica en muchos personajes: Sócrates, Gorgias y los demás. También podemos pensar que Platón quería consolarse de la muerte de Sócrates pensando que Sócrates seguía viviendo. Frente a todo problema él se decía: ¿qué hubiera dicho Sócrates de esto? Así, de algún modo, fue la inmortalidad de Sócrates, quien no dejó nada escrito, y también un maestro oral. De Cristo sabemos que escribió una sola vez algunas palabras que la arena se encargó de borrar. No escribió otra cosa que sepamos. El Buda fue también un maestro oral; quedan sus prédicas. Luego tenemos una frase de San Anselmo: Poner un libro en manos de un ignorante es tan peligroso como poner una espada en manos de un niño. Se pensaba así de los libros. En todo Oriente existe aún el concepto de que un libro no debe revelar las cosas; un libro debe, simplemente, ayudarnos a descubrirlas. A pesar de mi ignorancia del hebreo, he estudiado algo de la Cábala y he leído las versiones inglesas y alemanas del Zohar (El libro del esplendor), El Séfer Yezira (El libro de las relaciones). Sé que esos libros no están escritos para ser entendidos, están hechos para ser interpretados, son acicates para que el lector siga el pensamiento. La antigüedad clásica no tuvo nuestro respeto del libro, aunque sabemos que Alejandro de Macedonia tenía bajo su almohada la Ilíada y la espada, esas dos armas. Había gran respeto por Homero, pero no se lo consideraba un escritor sagrado en el sentido que hoy le damos a la palabra. No se pensaba que la Ilíada y la Odisea fueran textos sagrados, eran libros respetados, pero también podían ser atacados.
Platón pudo desterrar a los poetas de su República sin caer en la sospecha de herejía. De estos testimonios de los antiguos contra el libro podemos agregar uno muy curioso de Séneca. En una de sus admirables epístolas a Lucilio hay una dirigida contra un individuo muy vanidoso, de quien dice que tenía una biblioteca de cien volúmenes; y quién ‑se pregunta Séneca‑ puede tener tiempo para leer cien volúmenes. Ahora, en cambio, se aprecian las bibliotecas numerosas.
En la antigüedad hay algo que nos cuesta entender, que no se parece a nuestro culto del libro. Se ve siempre en el libro a un sucedáneo de la palabra oral, pero luego llega del Oriente un concepto nuevo, del todo extraño a la antigüedad clásica: el del libro sagrado. Vamos a tomar dos ejemplos, empezando por el más tardío: los musulmanes. Estos piensan que el Corán es anterior a la creación, anterior a la lengua árabe; es uno de los atributos de Dios, no una obra de Dios; es como su misericordia o su justicia. En el Corán se habla en forma asaz misteriosa de la madre del libro. La madre del libro es un ejemplar del Corán escrito en el cielo. Vendría a ser el arquetipo platónico del Corán, y ese mismo libro ‑lo dice el Corán, ese libro está escrito en el cielo, que es atributo de Dios y anterior a la creación. Esto lo proclaman los sulems o doctores musulmanes.
Luego tenemos otros ejemplos más cercanos a nosotros: la Biblia o, más concretamente, la Torá o el Pentateuco. Se considera que esos libros fueron dictados por el Espíritu Santo. Esto es un hecho curioso: la atribución de libros de diversos autores y edades a un solo espíritu; pero en la Biblia misma se dice que el Espíritu sopla donde quiere. Los hebreos tuvieron la idea de juntar diversas obras literarias de diversas épocas y de formar con ellas un solo libro, cuyo título es Torá (Biblia en griego). Todos estos libros se atribuyen a un solo autor: el Espíritu.
A Bernard Shaw le preguntaron una vez si creía que el Espíritu Santo había escrito la Biblia. Y contestó: Todo libro que vale la pena de ser releído ha sido escrito por el Espíritu. Es decir, un libro tiene que ir más allá de la intención de su autor. La intención del autor es una pobre cosa humana, falible, pero en el libro tiene que haber más. El Quijote, por ejemplo, es más que una sátira de los libros de caballería. Es un texto absoluto en el cual no interviene, absolutamente para nada, el azar.
Pensemos en las consecuencias de esta idea. Por ejemplo, si yo digo:



Corrientes aguas, puras, cristalinas,
árboles que os estáis mirando en ellas
verde prado, de fresca sombra lleno



es evidente que los tres versos constan de once sílabas. Ha sido querido por el autor, es voluntario.
Pero, qué es eso comparado con una obra escrita por el Espíritu, qué es eso comparado con el concepto de la Divinidad que condesciende a la literatura y dicta un libro. En ese libro nada puede ser casual, todo tiene que estar justificado, tienen que estar justificadas las letras. Se entiende, por ejemplo, que el principio de la Biblia: Bereshit baraelohim comienza con una B porque eso corresponde a bendecir. Se trata de un libro en el que nada es casual, absolutamente nada. Eso nos lleva a la Cábala, nos lleva al estudio de las letras, a un libro sagrado dictado por la divinidad que viene a ser lo contrario de lo que los antiguos pensaban. Estos pensaban en la musa de modo bastante vago.
Canta, musa, la cólera de Aquiles, dice Homero al principio de la Ilíada. Ahí, la musa corresponde a la inspiración. En cambio, si se piensa en el Espíritu, se piensa en algo más concreto y más fuerte: Dios, que condesciende a la literatura. Dios, que escribe un libro; en ese libro nada es casual: ni el número de las letras ni la cantidad de sílabas de cada versículo, ni el hecho de que podamos hacer juegos de palabras con las letras, de que podamos tomar el valor numérico de las letras. Todo ha sido ya considerado.
El segundo gran concepto del libro ‑repito‑ es que pueda ser una obra divina. Quizá esté más cerca de lo que nosotros sentimos ahora que de la idea del libro que tenían los antiguos: es decir, un mero sucedáneo de la palabra oral. Luego decae la creencia en un libro sagrado y es reemplazada por otras creencias. Por aquella, por ejemplo, de que cada país está representado por un libro. Recordemos que los musulmanes denominan a los israelitas, la gente del libro; recordemos aquella frase de Heinrich Heine sobre aquella nación cuya patria era un libro: la Biblia, los judíos. Tenemos entonces un nuevo concepto, el de que cada país tiene que ser representado por un libro; en todo caso, por un autor que puede serlo de muchos libros.
Es curioso ‑no creo que esto haya sido observado hasta ahora‑ que los países hayan elegido individuos que no se parecen demasiado a ellos. Uno piensa, por ejemplo, que Inglaterra hubiera elegido al doctor Johnson como representante; pero no, Inglaterra ha elegido a Shakespeare, y Shakespeare es ‑digámoslo así‑ el menos inglés de los escritores ingleses. Lo típico de Inglaterra es el understatement, es el decir un poco menos de las cosas. En cambio, Shakespeare tendía a la hipérbole en la metáfora, y no nos sorprendería nada que Shakespeare hubiera sido italiano o judío, por ejemplo.
Otro caso es el de Alemania; un país admirable, tan fácilmente fanático, elige precisamente a un hombre tolerante, que no es fanático, y a quien no le importa demasiado el concepto de patria; elige a Goethe. Alemania está representada por Goethe.
En Francia no se ha elegido un autor, pero se tiende a Hugo. Desde luego, siento una gran admiración por Hugo, pero Hugo no es típicamente francés. Hugo es extranjero en Francia; Hugo, con esas grandes decoraciones, con esas vastas metáforas, no es típico de Francia.
Otro caso aún más curioso es el de España. España podría haber sido representada por Lope, por Calderón, por Quevedo. Pues no. España está representada por Miguel de Cervantes. Cervantes es un hombre contemporáneo de la Inquisición, pero es tolerante, es un hombre que no tiene ni las virtudes ni los vicios españoles.
Es como si cada país pensara que tiene que ser representado por alguien distinto, por alguien que puede ser, un poco, una suerte de remedio, una suerte de triaca, una suerte de contraveneno de sus defectos. Nosotros hubiéramos podido elegir el Facundo de Sarmiento, que es nuestro libro, pero no; nosotros, con nuestra historia militar, nuestra historia de espada, hemos elegido como libro la crónica de un desertor, hemos elegido el Martín Fierro, que si bien merece ser elegido como libro, ¿como pensar que nuestra historia está representada por un desertor de la conquista del desierto? Sin embargo, es así; como si cada país sintiera esa necesidad.
Sobre el libro han escrito de un modo tan brillante tantos escritores. Yo quiero referirme a unos pocos. Primero me referiré a Montaigne, que dedica uno de sus ensayos al libro. En ese ensayo hay una frase memorable: No hago nada sin alegría. Montaigne apunta a que el concepto de lectura obligatoria es un concepto falso. Dice que si él encuentra un pasaje difícil en un libro, lo deja; porque ve en la lectura una forma de felicidad.
Recuerdo que hace muchos años se realizó una encuesta sobre qué es la pintura. Le preguntaron a mi hermana Norah y contestó que la pintura es el arte de dar alegría con formas y colores. Yo diría que la literatura es también una forma de la alegría. Si leemos algo con dificultad, el autor ha fracasado. Por eso considero que un escritor como Joyce ha fracasado esencialmente, porque su obra requiere un esfuerzo.
Un libro no debe requerir un esfuerro, la felicidad no debe requerir un esfuerzo. Pienso que Montaigne tiene razón. Luego enumera los autores que le gustan. Cita a Virgilio, dice preferir las Geórgicas a la Eneida; yo prefiero la Eneida, pero eso no tiene nada que ver. Montaigne habla de los libros con pasión, pero dice que aunque los libros son una felicidad, son, sin embargo, un placer lánguido.
Emerson lo contradice ‑es el otro gran trabajo sobre los libros que existe‑. En esa conferencia, Emerson dice que una biblioteca es una especie de gabinete mágico. En ese gabinete están encantados los mejores espíritus de la humanidad, pero esperan nuestra palabra para salir de su mudez. Tenemos que abrir el libro, entonces ellos despiertan. Dice que podemos contar con la compañía de los mejores hombres que la humanidad ha producido, pero que no los buscamos y preferimos leer comentarios, críticas y no vamos a lo que ellos dicen.
Yo he sido profesor de literatura inglesa, durante veinte años, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Siempre les he dicho a mis estudiantes que tengan poca bibliografía, que no lean críticas, que lean directamente los libros; entenderán poco, quizá, pero siempre gozarán y estarán oyendo la voz de alguien. Yo diría que lo más importante de un autor es su entonación, lo más importante de un libro es la voz del autor, esa voz que llega a nosotros.
Yo he dedicado una parte de mi vida a las letras, y creo que una forma de felicidad es la lectura; otra forma de felicidad menor es la creación poética, o lo que llamamos creación, que es una mezcla de olvido y recuerdo de lo que hemos leído.
Emerson coincide con Montaigne en el hecho de que debemos leer únicamente lo que nos agrada, que un libro tiene que ser una forma de felicidad. Le debemos tanto a las letras. Yo he tratado más de releer que de leer, creo que releer es más importante que leer, salvo que para releer se necesita haber leído. Yo tengo ese culto del libro. Puedo decirlo de un modo que puede parecer patético y no quiero que sea patético; quiero que sea como una confidencia que les realizo a cada uno de ustedes; no a todos, pero sí a cada uno, porque todos es una abstracción y cada uno es verdadero.
Yo sigo jugando a no ser ciego, yo sigo comprando libros, yo sigo llenando mi casa de libros. Los otros días me regalaron una edición del año 1966 de la Enciclopedia de Brokhause. Yo sentí la presencia de ese libro en mi casa, la sentí como una suerte de felicidad. Ahí estaban los veintitantos volúmenes con una letra gótica que no puedo leer, con los mapas y grabados que no puedo ver; y sin embargo, el libro estaba ahí. Yo sentía como una gravitación amistosa del libro. Pienso que el libro es una de las posibilidades de felicidad que tenemos los hombres.
Se habla de la desaparición del libro; yo creo que es imposible. Se dirá qué diferencia puede haber entre un libro y un periódico o un disco. La diferencia es que un periódico se lee para el olvido, un disco se oye asimismo para el olvido, es algo mecánico y por lo tanto frívolo. Un libro se lee para la memoria.
El concepto de un libro sagrado, del Corán o de la Biblia, o de los Vedas ‑donde también se expresa que los Vedas crean el mundo‑, puede haber pasado, pero el libro tiene todavía cierta santidad que debemos tratar de no perder. Tomar un libro y abrirlo guarda la posibilidad del hecho estético. ¿Qué son las palabras acostadas en un libro? ¿Qué son esos símbolos muertos? Nada absolutamente. ¿Qué es un libro si no lo abrimos? Es simplemente un cubo de papel y cuero, con hojas; pero si lo leemos ocurre algo raro, creo que cambia cada vez.
Heráclito dijo (lo he repetido demasiadas veces) que nadie baja dos veces al mismo río. Nadie baja dos veces al mismo río porque las aguas cambian, pero lo más terrible es que nosotros somos no menos fluidos que el río. Cada vez que leemos un libro, el libro ha cambiado, la connotación de las palabras es otra. Además, los libros están cargados de pasado.
He hablado en contra de la crítica y voy a desdecirme (pero qué importa desdecirme). Hamlet no es exactamente el Hamlet que Shakespeare concibió a principios del sigio XVII, Hamlet es el Hamlet de Coleridge, de Goethe y de Bradley. Hamlet ha sido renacido. Lo mismo pasa con el Quijote. Igual sucede con Lugones y Martínez Estrada, el Martín Fierro no es el mismo. Los lectores han ido enriqueciendo el libro.
Si leemos un libro antiguo es como si leyéramos todo el tiempo que ha transcurrido desde el día en que fue escrito y nosotros. Por eso conviene mantener el culto del libro. El libro puede estar lleno de erratas, podemos no estar de acuerdo con las opiniones del autor, pero todavía conserva algo sagrado, algo divino, no con respeto superticioso, pero sí con el deseo de encontrar felicidad, de encontrar sabiduría.
Eso es lo que quería decirles hoy.



[1] 24 de mayo de 1978. En Borges oral, 1980.

La Habana Negra, la primera de Georgina Jiménez




Esto suena interesante.
La mafia y la magia negra tienen un espacio importante en la vida de los cubanos de los años 20, pero tuvo su mayor impacto cuando ocurrió un hecho violento tocó a una clase social que vivía en la opulencia. Este incidente real que, la escritora cubana Georgina Jiménez recuerda con exactitud, es relatado en su primera novela 'Habana negra' en la que no sólo habla de este suceso sino también de la vida más íntima de la capital de Cuba.'Todos en La Habana hablaban de lo que sucedió y, aunque a mí no me permitían opinar, me marcó porque fue algo muy trascendental', expresó Jiménez. Este hecho ocupó por mucho tiempo las primeras páginas de los periódicos tanto en Cuba como en Estados Unidos y fue fuente inspiración para el cantautor puertorriqueño, Daniel Santos, quien escribió su famoso 'Bolero de Patricia', dedicado a una de las protagonistas de este polémico incidente.Los nombres de los protagonistas reales son modificados en su libro, por tanto, Caridad, Richard Davis y Sidney Logan son algunos de los personajes que protagonizan con pasión y erotismo una realidad bajo otras identidades. La historia tiene su punto más controvertido cuando Caridad --una rumbera de La Habana-- escoge la magia negra para conseguir su objetivo con respecto a estos dos norteamericanos que residían en la isla.Pero la historia va más allá y se escurre por los elementos más íntimos de la vida cotidiana de la capital cubana.
'En este libro describo a La Habana exacta de los años 20 y de los años 40, esa ciudad de la bonanza gracias a la 'danza de los millones' provocado por el alza de los precios del azúcar, pero con una clave exotérica', indicó.Esto es producto de una intensa labor de investigación por parte de la escritora de 66 años. Por tanto, algunas anécdotas propias de la historia de Cuba son relatadas con exactitud como las vivencias del tenor Enrico Caruso durante su estancia en esta nación del Caribe y lo que vivió 'Lucky' Luciano, el gran jefe de la mafia, mientras se escondía en La Habana hasta ser atrapado por los norteamericanos.LA HABANA DE AHORAJiménez asegura que, pese a los cambios de época y a las situaciones vividas, La Habana 'sigue siendo la misma' manteniendo ese 'gusto por la vida' y siendo 'indescifrable como siempre'. Así, acotó que la santería y el esoterismo sigue siendo parte de la columna vertebral de muchos cubanos. 'Hay quienes acuden a estas cosas para decidir cualquier cosa en su vida y eso es parte importante de la cultura cubana', señaló.Por tanto, considera que es importante que cuando se produzca una transición cuando muera el jefe de Estado cubano, Fidel Castro, es indispensable que se tenga en cuenta que 'son los propios cubanos los que deben decidir' y que no debe haber la intervención de ninguna otra fuerza. 'Lo que sucederá es asunto de todos los cubanos y debe ser asumido por ellos', indicó.Georgina Jiménez fue profesora de historia y filosofía en la Universidad de La Habana. Ha trabajado también como periodista en temas educativos. 'Habana negra' es su primer libro y, actualmente, escribe su segunda novela bajo la inspiración de la ciudad que la vio nacer y con la cual se siente plenamente identificada.
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