Por: Jorge Luis Huamán Sánchez
Cuento extraído de mi libro de cuentos "Secretos de cavernófilos"
Se habló mucho de la
popular y perturbable esquina de tres puertas, más incluso, que el tiempo crudo
que la padeció, viéndola nacer, crecer y morir, como si se hubiese tratado de
un animal salvaje. En algún momento, si los hombres suelen pensar como si no
fuesen humanos —es decir, peor—, sería posible creer que las cosas empezaran a
pensar como si no fueran tales. No es que esa esquina haya pensado, sino más
bien tuvo que ver con la vida meditabunda de algunas personas que conocí.
Corre el tiempo y a
mayor prisa la muerte, hijo. Por eso es bien sabido que el tiempo nunca nació:
la muerte se le adelantó y en conclusión todo es muerte. Tanto los seres animados
como los inanimados y también los inexistentes nunca nacen, todo es un
espejismo. Mueren, pero a diferencia de la ridícula manera de vivir de los
hombres, los objetos y las cosas que figurativamente no tienen vida, tampoco
tienen la desgracia de ser sometidos a rituales propios de los seres humanos
que hacen pender de un hilo al recuerdo y la nostalgia de la hipocresía.
Muchas veces, gracias a
la memoria, es que los objetos, las personas, los vivos y los muertos, pueden
seguir viviendo, otros también pueden seguir muriendo. Yo no encuentro mucha
diferencia entre un ser vivo y un ser muerto, salvo porque los muertos, en
ocasiones, no te hacen saber sus resentimientos y las porquerías que guardaban
en su corazón. La memoria de los humanos es frágil sólo para las cosas que le
hacen mejor, siempre olvida lo bueno, siempre se atormenta con su propia culpa.
En fin, no nos salgamos del tema.
La esquina de tres
puertas era la casa de doña Luzmila, la viejecita que se vanagloriaba por ser una brujita de pacotilla infalible
por haber adivinado fallecimientos confusos. Era un lugar de todos, tal vez sin
dueño legítimo, así por lo menos pareció que doña Luzmila lo quiso: una casa
sin dueño, pero con un guardián soberano que era ella, sin lugar a dudas. El
hogar de varios ebrios habituales, de putas sin gloria, de animales sin dueño y
de maridos atormentados por los cuernos y las amantes. Sin querer y por causas
que aún son inexplicables para los vecinos, era el lugar más querido por
quienes padecían dolores internos, decepciones, tristezas, frustraciones y
triunfos irrisorios. Su seno cobijó al brasileño Marco dos Santos casi todo el
tiempo que estuvo por estas tierras, hasta horas antes que lo asesinaran de un
balazo en la columna vertebral. Genaro Linares ―¿Lo recuerdas?―transitó por sus
veredas muchas veces antes que mate al padre de su novia, y posteriormente,
después que salió de prisión, vino a vivir entre el alcohol y el tabaco por
varios meses, hasta que desapareció en la nada, ¿se suicidaría, lo matarían?
¿Qué habrá sido de ese muchacho? Félix, el hijo del ex alcalde, muchos días
antes que se suicide se iba a beber a escondidas de su padre y doña Luzmila le
daba jarabe para la cólera mezclada con valeriana serrana en lugar de alcohol
para que se vaya tranquilo pensando que estaba borracho. Rojas Hinostroza, el
extravagante poeta de un único poemario (encima inédito), permaneció hasta el
día en que su mujer, cansada de los insultos y las trompadas nocturnas, un día
se molestó de tal manera que lo mató a martillazos, pero de él te hablaré al
final u otro día, si me alcanza el tiempo, porque es una leyenda aparte.
También bebió, se embriagó e incluso se acostó con doña Luzmila el ex alcalde,
aunque hace bastante tiempo, cuando Luzmila tenía todavía las carnes duras y
provocativas. Con el pretexto de tomarse un cañacito con amigos imaginarios
(porque es bien cierto que el ex alcalde nunca tuvo amigos, ni cuando era
alcalde), se acostaba con la cantinera hasta las siete de la mañana, sin parar.
No sé, la verdad hasta dónde esto sea cierto, pero así va la historia de este
lugar. Así como los demás que mencioné, un mediodía el ex alcalde fue asesinado
por un drogadicto que aseguraba ser su hijo. Cosas de pueblo chico, desde
luego.
Era, por cierto, ahora
que lo recuerdo, esa diagonal esquina, el paradero de las góndolas
terrestres, microbuses viejísimos, donados por el gobierno de Alemania
antes de la segunda guerra mundial, marrones amarillentos, colmados de un óxido
que poco a poco se había apoderado como una plaga medieval no sólo de los
vetustos disparates andantes sino también de casi todo el pueblo. Olvidados, y tal
vez ya considerados fantasmas. Desde las cinco de la mañana la gente salía de
su casa y se iban al mercado. Los comerciantes a vender, los demás a comprar
para el día. Y allí, en la esquina era un paradero común por donde pasaban las
góndolas que se iban a todos los rincones del pueblo. Eso hacía que nunca
faltase la bulla y los gritos y tropeles de gente de un lado para otro,
barullos que han quedado impregnados en el viento… En definitiva, se trataba de
un lugar común. Todos la cruzaban. Pese a su olor fétido, producido por los
orines de los borrachos que no alcanzaban llegar hasta el arbusto sembrado en
la plazoleta de enfrente, la gente se había acostumbrado a transitar,
detenerse, contemplar alcohólicos tendidos como difuntos de guerra, saludar a
doña Luzmila atendiendo como mártir a personas que ni eran sus parientes cuando
éstos, completamente sinvergüenzas se encontraban en otro mundo. Así era la
esquina de tres puertas.
En realidad era una
sola puerta. Un portón gigante de eucalipto con umbrales de metal, dividido en
tres partes, cada una de ellas tenía una puerta, todas ellas talladas finamente
por los indios que un día bajaron del cerro y no regresaron porque se
acostumbraron al bendito aguardiente de doña Luzmila, tal vez también a sus
caricias y su sudor. No es que sea mal hablado, pero ella tenía una forma
distinta de pagar los buenos favores. Tú me entiendes. Pero eso sí, quedaba
justo en una esquina, lo que producía que la arista tenga la obligación de ser
diagonal para poder soportarla. Eso ocasionaba que la vereda en ese sector sea
más amplia y triangular, lo suficiente como para aguantar a gente esperando la
góndola terrestre viejísima, a los
borrachos que no alcanzaron llegar al arbusto hecho letrina y a los borrachos
que no alcanzaron llegar del retorno y se durmieron en plena cruzada.
Un día común, la
cantina de la esquina de tres puertas no abrió más.
Nadie en realidad sabía
lo que podía ocasionar la furtiva muerte de doña Luzmila. Esa muerte que
prácticamente convirtió al día común ese en el que se recordaría como cuando una
nación, una verdadera nación, recuerda un héroe de guerra.
Con ella murieron
también los pasillos robados de otra cultura, los olores nauseabundos, y muchos
borrachos también, y lo peor fue que murió también la esquina de tres puertas.
Uno cree que se puede ser mejor mientras más tecnología tendría un lugar. Pero
en este pueblo, como en otros sitios quizá también suceda, las cosas marchaban
al revés. En lugar de la esquina de tres puertas, el nuevo alcalde, mandó
construir un mercadillo…
Fue un 23 de febrero.
El caos empezó cuando
los municipales no dejaban acercarse al paradero de las góndolas terrestres
porque se iba a proceder con el derrumbe de la esquina de tres puertas. Uno a
uno, los ciudadanos se iban acercando a ver qué pasaba. Los municipales al ver
la aglomeración decidieron rodear la casa con cinta amarilla de peligro
para impedir el paso de los peatones. De súbito apareció el alcalde que entre
improperios y griteríos ingresó, junto con otras autoridades, al domicilio de
la difunta para realizar el inventario de bienes muebles antes del derrumbe. Lo
que sacaron de la casa fueron cuatro borrachos que habían estado escondidos
desde la muerte de la vieja, bebiendo el poco licor que quedaba, refugiados en
un frenesí filial. Sacaron una cocina de kerosene antiquísima. Allí nos
preparaba la comida la vieja, balbuceó desde la muchedumbre un hombre.
Después se escuchó una palmada y un fugaz sollozo. El alcalde, un poco
conmovido, salió al último de los cinco que ingresaron y mandó a los
municipales que sacaran todo lo que encuentren y lo repartan entre las personas
que más cerca estuvieron a ella.
Jamás apareció algún
heredero, nadie reclamó algún derecho sucesorio… la esquina de tres puertas
pasó al Estado. Allí quedó todo.
¿Recuerdas que la vez pasada
te estuve hablando de una tal Gloria Dila? Sí, bueno, seguramente tú ya no te
acuerdas, pero te hablé de una chica que se fue a la capital a estudiar leyes.
Que yo recuerde, era una muchacha normal, ni tan bonita ni tan feita pero tenía
una memoria impresionante. En esa época yo estaba enamorado de ella, no sé por
qué razón ciertamente, pero estaba realmente enamorado. De algún modo, su
aparente sencillez, su forma de expresarse y su amor a los necesitados la
hacían una mujer especial. Me había dispuesto a conquistarla, a decirle que la
tendría a como de lugar, pero ella me negaba su cariño, estaba enamorada de
otro hombre. Uno de esos días en que el pueblo andaba en crisis por las
reformas hechas por el gobierno y cuando casi se desata otra guerra civil más,
ella se fue. Yo como un idiota me fui persiguiéndola, sin saber a dónde iba a parar,
sólo quería verla una vez más. Ya sabes, huachaferías de lo que a veces parece
ser amor y de ahí no es nada. Pero el hecho es que me fui siguiéndola y logré
encontrarla. Pero en el tiempo que sucedió entre buscarla y encontrarla logré
conocer a la madre de tu primer hermano, estuve trabajando como esclavo en la
panadería de su padre hasta que me escapé, después trabajé como albañil en la
construcción del muro de la frontera que mandó a construir el imbécil de
Agüero, que nos mantenían con una sola comida diaria y viviendo en situaciones
catastróficas. Allí me encontré con otro paisano que me contó las razones por
las que Gloria se había ido del pueblo. Como tenía mucha memoria se fue a
estudiar leyes a la capital, pero su padrino no ha vuelto a saber de ella.
No pasó ni dos meses desde que supe dónde estaba y la encontré en otra ciudad,
con otro nombre y con un oficio un poco menos digno que el que aspiraba: era
puta. Desilusionado por ese encontrón, decidí no perder mi oportunidad y con
mis ahorros la compré. Te pago todo esto, le dije, enseñándole todo el
dinero que tenía, pero te vienes a vivir conmigo toda la vida. Ella me
contestó que con eso me compras apenas por un cuarto de hora.
Pactamos en una semana.
Una prueba de amor.
No lo pensé dos veces.
Prefería tenerla por una semana a estar con la espina toda la vida. Así que nos
escapamos de su proxeneta y nos fuimos a la selva y allá pasó lo que tenía que
pasar. Fue una luna de miel frustrante, entrecortada. Ambos éramos antagónicos
y teníamos una vida distinta. Menos mal que sólo aceptó por una semana, me
decía a mí mismo. Pero la semana se prolongó por más tiempo, se hicieron dos
semanas, luego un mes, después dos meses, después noté que su vientre se le iba
hinchando, entonces supe que tenía que quedarme con ella más tiempo del que se
había acordado. Mi pensamiento era, por esos días, si es que ella al final
tiraría cuenta de los días extra que se estaba quedando conmigo y que me
cobraría también por hacerle cargar un bulto en su barriga. Un día le pregunté.
Por supuesto que te tengo que cobrar, ni te hagas ilusiones que esto es
gratis. Esa fue su respuesta. Pero antes de que nazca el bulto ese, ella
desapareció por completo. Se había ido. No sentía tristeza, al contrario, ya no
me iban a sangrar con tanto gasto, pero me interesaba saber dónde estaba por si
algún día me podía chocar con el bulto nacido o con ella misma. Terminé el mes de trabajo en la maderera y decidí
regresarme a mi pueblo natal y dejarme de aventuras. No sabía qué era de ella,
no sabía qué era del bulto ni nada. Cuando iba camino a casa, me quedé un par
de meses en un caserío a trabajar en una mina de carbón. Allí fue que al
regresar a donde vivía encontré a Gloria, completamente desconocida, mal
vestida y con un bulto entre sus brazos. Te dije que te cobraría, me
dijo, con una voz pobre pero sensata, y para eso he venido. Yo no sabía
qué decirle. Por alguna razón que no podría explicarlo hasta hoy, sentí un
profundo placer al verla otra vez, aunque estaba más fea que nunca, tenía ganas
de abrazarla pero me contenían dos cosas, una era el bulto que tenía en los
brazos y otra que yo estaba lleno de carbón desde los pelos hasta los pies. Y
cuánto te debo, le dije yo, sin saber cuál era su intención. Me crías a
este muchacho con lo mejor que tengas, me respondió, sin remordimiento
alguno. Le recibí al muchacho en los
brazos y traté de decirle algo. Pero Gloria… ella me interrumpió. No
vuelvas a llamarme Gloria, ya te lo he dicho tantas veces, que no te cuesta
nada llamarme Luzmila. Cuando estaba a punto de perderse entre la distancia
y el sonido, escuché por última vez su voz. Procura no decirle nunca que
tuvo una madre que le gustaba la vida fácil. Luego, la historia es como tú
ya sabes, la cantina, etc., etc. Nosotros, es decir, tu hermano, tú y yo, por
otros lugares.