Mar 17, 2011

Retroespiral - Fragmento.

Les dejo aquí un pequeño fragmento del último cuento que escribí, que algún día aparecerá en el volumen de diez cuentos del libro que llevará el mismo título. Espero sus comentarios.
Jorsh.

Retroespiral ©

Quisimos esperar que pasen los carnavales, que llegue la cuaresma y que llegue el tío Lucho para que nos cuente sus inverosímiles aventuras. Quisimos que el padre Ricardo se dé un tiempo para que venga a la casa a celebrar la Misa, que los gemelos Antonio y Ernesto regresen de sus vacaciones en Francia. Quisimos muchas cosas para celebrar los ochenta años de nuestra abuela. Pero la muerte se nos adelantó un par de semanas y nos dejó con los planes por los suelos. Entonces tuvimos en lugar de una fiesta con los bailarines de tango ofrecidos por Matías Castagnino, un velorio seco, ruin y sin gente conocida.

Nosotros éramos en ese entonces los terribles nietos, inquietos e inocentes para comprender qué hacer cuando alguien tan importante e imprescindible para nuestras vidas se va. En esa época, no sabíamos cuán triste era que alguien se ausente sin despedirse. Sólo nos sabíamos contentos porque toda la familia aparecía desde todos los rincones: tíos elegantísimos, tías y primas hermosísimas, antiguos compañeros de juegos: demasiada gente para celebrar un oficio que nadie allí entendía.

Íbamos a escondernos atrás de las puertas de la cocina y nos escurríamos entre los andamios del almacén para escuchar los chistes verdes y colorados que la tía Elsa contaba y celebraba con los tíos más viejos, con una carcajada que creo yo, le incomodaba incluso a la abuela en cualquier lugar donde haya estado navegando buscando la puerta al cielo. Nosotros, los niños, hacíamos esfuerzos de memoria para interpretar las lisuras y los términos desconocidos que empleaban los mayores para referirse a las cosas y terminábamos sin entender nada.

Pero dentro de todas las aventuras que significaba jugar a las escondidas en todo el vecindario, aprovechando que nuestros padres (los míos y los de mis primos hermanos) estaban ocupados bebiendo coñac y conversando sobre asuntos que nos aburrían tanto, yo pensaba en la abuela, en sus palabras y en su nostálgica y viejísima belleza. En el fondo sabía que nunca más la volvería a ver, que nunca más podría darme propinas a escondidas, ni iba a tener una cómplice para salir a la calle sin que mi padre ponga el grito en el cielo por no ocuparme de aprender a tocar el piano.

Cuando todos los niños fueron desvaneciéndose como muertos a causa del cansancio, fui en silencio al salón donde yacía el prepotente cajón iluminado que cobijaba a mi abuela, me puse a rezar a los pies -respetando su metódico consejo de cómo rezarle a Dios-y de pronto fui sorprendido por unas ingratas lágrimas, las únicas que derramaría por un familiar en toda mi vida. Años después de recordar esa madrugada, caí en la cuenta que después de ese momento, todas mis lágrimas siempre fueron por Mayté.

Esa madrugada sentí dentro de mí todas las sensaciones que hablaban las canciones que mi padre presumía eran las que había utilizado para enamorar a mi madre desde un triste piano en una vieja calle de la Due Rotré en el París de los setenta. Años más tarde, yo pasaría por ese mismo lugar y por fin estoy seguro que mi padre siempre mintió.

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