
Me encantaría contarte lo que haces cada vez que se duermen tus temores. En la madrugada, cuando nadie sale al sol, cuando todos irrumpimos en las pesadillas anticuadas y las imaginaciones extravagantes de los sueños, tú sales de tu estado estupefacto y te conviertes en el mejor predicador.
Alimentando las esperanzas de la gente incrédula y sin cuidado, eres consciente de tu inconsciencia, bendito predicador.
¿De quién debemos hablar el mal, señor predicador, en busca de tu salvación plena?¿Predicador de sentimientos bestiarios, a quién hay que mentir?¿De quién he de asegurarme eternamente su fidelidad y su alma indigna de felicidad?
Y me encantaría decirte en todo viento que chocas y toda baba que lames, lo santo que eres, lo grande que es tu mirada, lo lisonjeras que son tus envidias.
¿Adónde, predicador, a dónde?