Jan 15, 2008

COLISEO TV

Ante los ojos estupefactos de más de seis millones de televidentes (según los reportes de una encuestadora dedicada a verificar los ratings televisivos), tres mujeres son entrevistadas por un conductor de televisión, cuyo programa se encarga de buscar en todo el país a las personas más pobres para regalarles víveres, cocinas y ropa frente a las cámaras, con la condición única que esos pobres hagan sentir a la gente que son más pobres que siempre y que su vida-calvario debe saberse por todos.

Fue la semana pasada cuando un grupo de hombres llegaron hasta lo alto de una colina preguntando entre la gente, quiénes de los vecinos serían los que más necesitarían algo de ayuda para poder seguir sobreviviendo.

—Aquí nadie necesita ayuda— se escuchó un grito entre las personas que se habían acercado hasta la camioneta, donde venían los productores y aquellas personas que tienen el supuesto tacto para tratar con la gente de poca educación y cultura.

—¿Cómo que nadie necesita ayuda? Mira nomás esas fachas, esa porquería de ropa, esos olores— comentó bajito un camarógrafo entre los suyos, dentro de la camioneta.

—Si quieren darnos algo, que nos den aquí— se volvió a escuchar entre la gente pobre.

Como sus rostros y sus caras lo parecían, esas personas debían ser las personas más pobres del mundo, y aunque orgullosos y todo lo demás, los de la TV no estaban dispuestos a irse sin conseguir uno de ellos para el programa, avergonzarlos frente al público televidente (que algún filósofo dijo una vez se trataba del mismo instinto deportivo que tenían los romanos cuando veían desfilar fieras y humanos y divertirse de cómo se devoraban a sus semejantes), de manera que no había otra cosa que extorsionarlos.

—A ver, vamos a ver —dijo el responsable de cargar con bultos humanos hasta el canal—, quién de ustedes quiere ganarse algo de dinero, aparte de lo que reciba en el programa…

Un silencio fúnebre.

Una voz flácida interrumpió la ira de los pobres.

—Si me ofrecen quedarse con mi hija, me voy a donde quieran.

— ¿Cómo ha dicho usted?

— No le haga caso, no le haga caso— se entrometió otra voz, femenina y casi infantil.

—¿Que nos quedemos con su hija? —se sorprendió el responsable, tanto como la gente que se volvió hacia esa voz ofrecida, encontrando a una mujer que en sus brazos tenía lo que parecía ser una niña.

La gente, un tanto confundida, pero no escandalizada, se fue retirando, comentando entre ellos que era justo que la pobre muchacha, violada a los diez años, con una hija idiota, se deshiciera de ese bulto que, dentro de los pobres es lo que más pobre le puede convertir a cualquiera, pobre de amor, de dinero y de sueños (a ello arribaban, en conclusión, sus comentarios).

Así, entre la mirada de un santo abierto de brazos, erigido en la cima de la colina, la mujer firmó un contrato con su huella digital, incluso, contra la insistencia de su hermana (la mujercita que gritaba que no le hagan caso), aceptó ir al programa de televisión para que todos sepan lo pobre e infortunada que es, luego entregará a su hija para que ellos vean lo que hacen con ella (era lo que menos importaba). Por su parte, los recogepobres estaban maravillados. Tener en un programa de televisión a un pobre donde el conductor pueda regalarle cualquier cosa, era ante la gente televidente, un signo de bondad, un altruismo excepcional, además que se disfrutaba de esa sustancia inhóspita de escuchar el dolor de los demás. Igualmente, en tanto más pobres, más auspicios, más dinero. Buen negocio este de darles un par de panes a los pobres para que los organizadores seamos más ricos que nunca, jeje. Y por último, en cuanto la mujer se va y se acaba el programa, nos vamos y dejamos a la niña ésa en algún orfanato, que la atiendan esas monjas jamonas que para eso han nacido con vocación de servicio, jaja. ¿O no?

Hoy jueves, la hermana que había gritado que no hagan caso a la insensatez de su hermana mayor, había decidido acompañarla hasta el programa con la finalidad de dejar por los suelos al conductor y su farsante programa. Estaba decidida a denunciar ese atropello a su dignidad (que por más pobre que era y por más inculta que siempre iba a ser, algo quedaba de honor como para no ser pisoteado), necesitaba estar frente a las cámaras y decir que a cambio de estar en ese programa su hermana se iba a deshacer de su hijita tan sólo porque es enfermita mental y todo lo demás.

En el programa, el conductor denunció otras cosas. Se vieron imágenes del lugar donde vivían las dos hermanas y la hijita idiota, un lugar completamente triste, sucio y hasta parecía que cada imagen podía emitir un olor defecante que daba náuseas a quienes disfrutaban de esos reality shows. Entonces salieron ante cámaras tres inocentes figuras. La madre, de unos quince o dieciséis años de edad, alta, aparentemente de tez blanca, pero escondida bajo una piel de pobreza perenne. La hija, que estaba sentada en una sillita especial que producción se encargó de acomodar, estaba echando babas, mientras su mirada se encargaba de dibujar de manera inconstante a la gente de ese coliseo romano moderno. La hermana, una mujer más lánguida, a lo mejor por ser menor, pero de mirada profunda, hiriente, de orgullo tenaz. Al mirarla daba la sensación de estar no con una niña que podía matar con su olor a sepulcro, sino ante una mujercilla de verdad.

Cuando le dieron el micrófono, la madre empezó a llorar, a decir lo muy terrible que había sido su vida, que no tenía qué comer, donde dormir, que las tres dormían en un cuartucho que de piso tenía cartones de panetón (lo cual era verdad) y otras cosas que al público sacaba lágrimas, suspiros y cosas así como el silencio de hipócrita conmovido. La hermana sólo miraba, esperando su oportunidad para llevar a cabo su plan. La hija, parecía que sabía que gracias a esas palabras dramáticas, ella se iba a quedar en sabe Dios dónde, pero que con su madre no se regresaba y por eso lagrimeaba, lágrimas que se confundían con su baba y viceversa.

Cuando le madre terminó de hablar y la hermana se preparaba para denunciar al programa con sus propios micrófonos esa infame deshonra contra la gente necesitada (dicho sea de paso, con los nervios en punta, con las manos sudorosas manchando el sillón donde estaba sentada), el conductor mandó que traigan los regalos. Una hilada de mujeres preciosas desfilaron con canastas de víveres para seis meses, cocina, mesas comedor, utensilios y cajas con artefactos. La gente aplaudiendo, gimoteando en sus butacas de espectador. Más regalos. La madre con el corazón en la boca, con una sonrisa de avaro. La hija, por primera vez en su vida, sorprendidísima, pudo mirar directamente a los ojos de su madre y dejando de babear, le dijo: máaaaam? La hermana, también sorprendida, llorando, sí, la hermana estaba llorando.

Por último, el dinero en efectivo: cien, doscientos, trescientos, cuatrocientos… mil! ¡Gracias a productos, tal y tal, etc.!

—Y a usted, señorita—gritó el conductor, dirigiéndose a la hermana menor, que lagrimeaba y nadie sabía por qué—le vamos a dar una beca para que estudie en tal lugar, y no va a irse así, por eso le damos diez trajes completos de ropa, incluidos zapatos, etc., y más el efectivo: cien, doscientos…

Y la hermana menor lloraba más y más. Hasta que por fin le dieron el micrófono. Era la oportunidad que había estado esperando.

—Señores—empezó diciendo, con su temblor y gemido circunstancial— no sé cómo agradecerles todo lo que han hecho por mi hermana y por mi sobrinita linda, y sobre todo por mí.

Echó a llorar bien cogida de los trajes de ropa que estaban sobre ella, mientras que con la otra mano guardaba el dinero que había recibido. En un segundo posterior, se abrazó feliz con su hermana mayor, ante la mirada atónita de la hija idiota.

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