May 30, 2007

Un retazo sobre la literatura japonesa




Octavio Paz aborda un tema sumamente interesante dentro del ámbito literario y lógicamente cultural, en donde podemos tener, gracias a su aporte, una idea más amplia (si es que antes la teníamos, lo que consecuentemente es muy dudoso) de lo que conocíamos de la literatura japonesa, sus aportes al mundo de la literatura y sus influencias recogidas adrede para consolidarse y superarse, creando incluso algunos parámetros que Octavio Paz considera iguales y a la vez lejanos al mundo que nos rodea. A continuación, les dejo un par de fragmentos iniciales, con los cuales intentaré que busquen en la red el ensayo escrito por el mexicano Premio Nobel de 1990, y que probablemente lo realizó gracias a su cargo como diplomático.

Tres momentos de la literatura japonesa (Fragmento)
Octavio Paz

Es un lugar común decir que la primera impresión que produce cualquier contacto –aun el más distraído y casual– con la cultura del Japón es la extrañeza. Sólo que, contra lo que se piensa generalmente, este sentimiento no proviene tanto del sentirnos frente a un mundo distinto como del darnos cuenta de que estamos ante un universo autosuficiente y cerrado sobre sí mismo. Organismo al que nada le falta, como esas plantas del desierto que secretan sus propios alimentos, el Japón vive de su propia substancia. Pocos pueblos han creado un estilo de vida tan inconfundible. Y sin embargo, muchas de las instituciones japonesas son de origen extranjero. La moral y la filosofía política de Confucio, la mística de Chuang-tsé, la etiqueta y la caligrafía, la poesía de Po Chü-i y el Libro de la piedad filial, la arquitectura, la escultura y la pintura de los Tang y los Sung modelaron durante siglos a los japoneses. Gracias a esta influencia china, Japón conoció las especulaciones de Nagarjuna y otros grandes metafísicos del budismo Mahayana y las técnicas de meditación de los hindúes.
La importancia y el número de elementos chinos –o previamente pasados por el cedazo de China– no impiden sino subrayan el carácter único y singular de la cultura japonesa. Varias razones explican esta aparente anomalía. En primer término, la absorción fue muy lenta: se inicia en los primeros siglos de la era cristiana y no termina sino hasta entrada la época moderna. En segundo lugar, no se trata de una influencia sufrida sino libremente elegida. Los chinos ni llevaron su cultura al Japón; tampoco, excepto durante las abortadas invasiones mongólicas, quisieron imponerla por la fuerza: los mismos japoneses enviaron embajadores y estudiantes, monjes y mercaderes a Corea y a China para que estudiasen y comprasen libros y obras de arte o para que contratasen artesanos, maestros y filósofos. Así, la influencia exterior jamás puso en peligro el estilo de vida nacional. Y cada vez que se presentó un conflicto entre lo propio y lo ajeno se encontró una solución feliz como en el caso del budismo, que pudo convivir con el culto nativo. La admiración que siempre profesaron los japoneses a la cultura china, no los llevó a la imitación suicida ni a desnaturalizar sus propias inclinaciones. La única excepción fue, y sigue siendo, la escritura. Nada más ajeno a la índole de la lengua japonesa que el sistema ideográfico de los chinos; y aún en esto se encontró un método que combina la escritura fonética con la ideográfica y que, acaso, hace innecesaria esa reforma que predican muchos extranjeros con más apresuramiento que buen sentido.
La literatura es el ejemplo más alto de la naturalidad con que los elementos propios lograron triunfar de los modelos ajenos. La poesía, el teatro y la novela son creaciones realmente japonesas. A pesar de la influencia de los clásicos chinos, la poesía nunca perdió, ni en los momentos de mayor postración, sus características: brevedad, claridad del dibujo, mágica condensación. Puede decirse lo mismo del teatro y la novela. En cambio, la especulación filosófica, el pensamiento puro, el poema largo y la historia no parecen ser géneros propicios al genio japonés.
A principios del siglo V se introduce oficialmente la escritura sínica; un poco después, en 760, aparece la primera antología japonesa, el Manyoshu o Colección de las diez mil hojas. Se trata de una obra de rara perfección, de la que están ausentes los titubeos de una lengua que se busca. La poesía japonesa se inicia con un fruto de madurez; para encontrar acentos más espontáneos y populares habrá que esperar hasta Basho. A finales del siglo VIII la corte Imperial se traslada de Nara a Heian-Kio (la actual Kioto). Como la antigua capital, la nueva fue trazada conforme al modelo de la dinastía china entonces reinante. En la primera parte de este período se acentúa la influencia china pero desde principios del siglo X el arte y la literatura producen algunas de sus obras clásicas. Se trata de una época de excepcional brillo, sobre la que tenemos dos documentos extraordinarios: un diario y una novela. Ambos son obras de dos damas de la corte: las señoras Murasaki Shikibu y Sei
Shonagon.
Nada más alejado de nuestro mundo que el que rodeó a estas dos mujeres excepcionales. Dominada por una familia de hábiles políticos y administradores (los Fujiwara), aquella sociedad era un mundo cerrado. La corte constituía por sí misma un universo autónomo, en el que predominaban como supremos los valores estéticos y, sobre todo, los literarios. "Nunca entre gentes de exquisita cultura y despierta inteligencia tuvieron tan poca importancia los problemas intelectuales" (1). Y hay que agregar: los morales y religiosos. La vida era un espectáculo, una ceremonia, un ballet animado y gracioso. Cierto, la religión –mejor dicho: las funciones religiosas – ocupaban buena parte del tiempo de señoras y señores. Pero Sei Shonagon nos revela con naturalidad cuál era el estado de espíritu con que se asistía a los servicios budistas: "El lector de las Escrituras debe ser guapo, aunque sea sólo para que su belleza, por el placer que experimentamos al verla, mantenga viva nuestra tradición. De lo contrario, una empieza a distraerse y a pensar en otras cosas. Así, la fealdad del lector se convierte en ocasión de nuestro pecado". En realidad, la verdadera religión era la poesía y, aun, la caligrafía. Los señores se enamoraban de las damas por la elegancia de su escritura tanto como por su ingenio para versificar. El buen tono lo presidía todo: amores y ceremonias, sentimientos y actos. Sería vano juzgar con severidad esta concepción estética de la vida. Los artistas modernos sienten cierta repulsión por el "buen gusto", pero esta repugnancia no se justifica del todo. Nuestro "buen gusto" es el de una sociedad de advenedizos que se han apropiado de valores y formas que no les corresponden. El de la sociedad heiana estaba hecho de gracia natural y de espontánea distinción.

[…]

La Historia de Genji[1] no sólo es una de las más antiguas novelas del mundo, sino que, además, ha sido comparada a los grandes clásicos occidentales: Cervantes, Balzac, Jane Austen, Boccacio. En realidad, según se ha dicho varias veces, la Historia de Genji recuerda, y no sólo por su extensión y por la sociedad aristocrática que pinta, a la obra de Proust. En un pasaje Murasaki pone en boca de uno de los personajes sus ideas sobre la novela: "Este arte no consiste únicamente en narrar las aventuras de gentes ajenas al autor. Al contrario, su propia experiencia de los hombres y de las cosas, buena o mala –y no sólo lo que a él mismo le ha ocurrido sino los sucesos que ha presenciado o que le han contado–, despierta en su ser una emoción tan profunda y poderosa que lo obliga a escribir. Una y otra vez algo de su propia vida, o de la de su contorno, le parece de tal importancia que no se resigna a dejarlo hundirse en el olvido". El arte, nos dice Murasaki, es un acto personal contra el olvido; la lucha contra la muerte, raíz de todo gran arte, lleva al novelista a escribir. […]

Puede leer el extracto del primer capítulo "La historia de Genji". Traducción de Jordi Fibla (Ediciones Atalanta)
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[1] El Genji Monogatari o La novela de Genji (también La historia de Genji, El relato de Genji o El romance de Genji, según la traducción), de Murasaki Shikibu, es la novela de referencia de la literatura nipona. Es una de la primeras novelas, en sentido estricto, de la historia de la literatura. Escrita a principios del siglo XI, se anticipa nada menos que seis siglos a las obras de Shakespeare o Cervantes, autores con quien, sin duda, está a la par. La novela es una excelsa narración dividida en libros o capítulos que, según la opinión de irrefutables especialistas, es la pionera de las novelas psicológicas. Plena de sensualidad y erotismo, La novela de Genji nos sumerge en las aventuras cortesanas y amorosas de Genji, el príncipe resplandeciente, y las de sus descendients. El elegante Japón imperial Heian-Kyo sirve de marco para esta relato que abarca varias generaciones y que sumerge al lector en un orbe apasionante. [Nota del Mixionario]

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